Por Luis Ramaggio.
Los humanos estamos demasiado acostumbrados al mundo. Incluso frente a muchos fenómenos extraños de la naturaleza o lo paranormal, nuestra capacidad de asombro ha ido perdiendo fuerza. Y no está mal; de alguna forma, podría entenderse como un síntoma de evolución perceptiva, o de poder integrativo: ser-lo-que-vemos, o algo así. El problema está en que nos gusta pensar que las cosas están ahí para nosotros y que somos el centro de todo lo que existe. Nuestra dificultad para reconocer la presencia del universo en un silencio, en la fusión de dos cuerpos, en la transformación de la luz, o en el reposo de un animal, ha desaparecido o se ha quedado en la sensibilidad de pocos. Esta condición tiene que ver con varias cosas; qué hacemos con nuestra intelectualidad, cómo manejamos nuestras percepciones y con nuestra voluntad de sentir, o ser sentidos. ¿Sientes cómo te sienten?
Además de la racionalidad, nuestra cultura suele idealizar todo lo que se disfraza de objetividad, o certeza. Idolatramos la conceptualidad. Adoramos tener la razón. Al pensamiento le exigimos precisión y estructura. A las ideas, control. Somos una especie de animal-computador. Y por si fuera poco, moralista. Para nosotros los humanos, “humano” es todo aquello que integra desde lo sensible, lo racional y lo moral; algo que (ruedo mis ojos hacia arriba) solo los humanos podemos. Los animales no. ¿Y los dioses sí?
Los humanos somos víctimas de nuestros cuerpos, y nuestros cuerpos son esclavos de la realidad. Sentimos, pensamos e interactuamos desde, por y para el cuerpo. Estamos equipados con un sistema de sensores capaces de leer diferentes dimensiones en los planos físicos de nuestro entorno, que generan en nosotros una noción de cómo es todo; casi todo. Porque en la relación de cuerpo y realidad, un pequeño problema emerge sin permiso: sentimos la presencia de una realidad invisible. ¿Tú no?
Desde los orígenes, los humanos hemos entablado una extraña relación con lo metafísico y sus constantes espontáneas y poderosas expresiones. La idea de que algo hay que no vemos (pero sentimos) ha generado muchas versiones explicativas e intentos de conexión con “el otro lado”. Y aunque muchos se concentraron en ejercicios de desdoblamiento metafísico o desarrollos de invocación divina (religiones, chamanismos y búsquedas esotéricas), otros decidieron codificar su interpretación de esas sensibilidades en un plano. Hoy le llamamos arte.
¿Pero qué ha sucedido con el arte y su relación con los humanos? ¿Por qué se ha distanciado de la cotidianidad? ¿Le tenemos miedo a lo que no entendemos? ¿El arte es caro?
El arte es una necesidad básica para los humanos. Porque integra –inteligentemente– nuestras tres dimensiones existenciales; la espiritual, la mental y la material. A lo largo del tiempo, la producción artística ha debatido una agresiva lucha en contra de la obviedad y los sentidos elementales de lo estético. Lejos de proponerse a sí mismo como una alternativa ornamental (y aunque muchos lo interpretan y usan así), el arte es un dispositivo de accionamiento conceptual. Su acento discursivo puede estar en lo figurativo, lo abstracto, lo performativo, lo instalativo o lo simbólico, pero toda obra de arte es –tarde o temprano– conceptual. Ahí está la principal diferencia entre todos los seres vivos del mundo y nosotros, en el uso de los conceptos. A ver, imagina tu vida sin conceptos…
Como una trampa seductiva, el arte nos llama a ser leído, decodificado o contemplado para finalmente hacer lo contrario: leernos a nosotros. Ante la obra de arte, todos somos vulnerables. Ya sea porque nos abduce o porque nos repugna, la obra de arte deja entrever la realidad personal del observador sin piedad. Las obras de arte son espejos conceptuales, pues en su lectura se genera un intercambio de comprensiones: aceptamos lo que entendemos, nos gusta lo que sabemos. Otra vez, somos lo que miramos.
El poderoso efecto del arte está presente también en todo nuestro alrededor; el diseño, la arquitectura, la música, la literatura, el cine, la expresividad corporal, la cocina, la moda. Cada uno de nosotros emula una actitud “artística” cad vez que apelamos a la creatividad para expresarnos. Las redes sociales, que no son más que plataformas y canales para los diferentes tipos de comunicación humana, fungen como un motor de estimulación creativa, también. El acercamiento a la comprensión del arte se ha vuelto cada vez más natural, más directo. Las fronteras que aisalaban el arte en imprenetrables contextos y “munditos” snob, se acabaron.
Actualmente existe una diversificación en el consumo del arte; los que compran por inversión, los que compulsivamente adquieren lo que desean, los que coleccionan desde el razonamiento, los que completan la discursividad de su hogar con acentos conceptuales, los que conectan con sensaciones a través de las obras, y los que lo consumen sin saberlo.